jueves, 2 de julio de 2015

Origen y miseria de los derechos humanos


Escribe: Dante Bobadilla Ramírez

Tratando de evitar las vaporosas discusiones teóricas sobre el origen de los derechos, iremos directamente a sus orígenes fácticos. La idea de los derechos va tomando forma a partir de las disputas entre el monarca y sus súbditos, o entre el gobierno y el pueblo, para decirlo de manera más actualizada, y giraba en torno al grado de libertad del que podían disponer los gobernados. Una referencia obligada es la famosa "carta magna" que los nobles le hicieron firmar al rey Juan Sin Tierra en 1215 y que se llama literalmente "magna charta libertatum" (carta magna de las libertades). Han sido grandes momentos de tensión real entre gobernantes y gobernados los que dieron lugar a este tipo de documentos concretos que legitiman los derechos de los ciudadanos, y no frondosos y enredados debates ideológicos alrededor de conceptos abstractos, como ocurre en nuestros días. Los documentos que consagran los derechos son simples y siempre han surgido a partir de algún tipo de disputa concreta del pueblo con el poder. Nunca desde la imaginación brillante de un intelectual. Esto hay que dejarlo claramente establecido: los derechos surgen por necesidad real y no por diseño ideal.

El siguiente documento sobre derechos no se concretó sino hasta 1776 a raíz de la disputa entre las 13 colonias norteamericanas y la corona inglesa en torno a unos impuestos al té que los colonos consideraron abusivos. Ante esto no tuvieron más remedio que declarar su independencia de la Gran Bretaña. También hay que dejar en claro que Norteamérica no se independiza por ideas líricas en torno a la libertad sino por la necesidad concreta de comerciar libremente. De hecho, los colonos apelaron primero a las negociaciones puntuales con la corona inglesa acerca de tales puntos antes de optar por la independencia. Sin embargo, esto los enfrentaba con otro gran problema: un nuevo gobierno general que manejaría a todas las colonias. El remedio podría resultar peor que la enfermedad. Los asentamientos de colonos pretendían seguir gozando su autonomía, por lo que admitir un gobierno general los ponía nerviosos. Esa discusión corrió en paralelo a las batallas por la independencia contra los ingleses. Una guerra que se libró por años pero que no fue de ninguna manera una obsesión idealista por sueños ilusos acerca de la soberanía nacional, el orgullo patrio, la dignidad nacional o la independencia de los pueblos oprimidos por un poder colonial, que fue, en cambio, el trasfondo delirante que primó en la independencia de Latinoamérica.

Tras la guerra de independencia surgen los Estados Unidos de Norteamérica con una Constitución que no es más que una declaración de derechos fundamentales de los pueblos ante el gobierno. Si bien parece estar dirigido a los abusos sufridos ante la corona inglesa, se aplicará inmediatamente para darle forma al nuevo gobierno federal. En buena cuenta se admite un gobierno en tanto y en cuanto este se comprometa a respetar los derechos del pueblo que son básicamente tres: la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Más nada. A continuación se sostiene que todo el sentido de un gobierno es garantizar estos derechos, que un gobierno debe gozar del consentimiento de los gobernados y que si no respetara los derechos señalados, el pueblo que lo nombró puede destituirlo. No solo puede sino que tiene el deber de destituirlo. Además aclara que los funcionarios públicos son sirvientes del pueblo y responsables ante él por lo que hacen.

Poco después de la independencia de los EEUU, al otro lado del Atlántico, en Francia, sucedió una revolución que enfrentó a un pueblo harto de las hambrunas con la monarquía decadente de Luis XVI. La Asamblea popular convocada de emergencia por Necker ante el tamaño de la crisis, se reunió en Versalles y decidió, por si y ante si, refrendar la declaración de los derechos del hombre, o sea, de los ciudadanos, limitando los poderes del monarca. Una vez más, en el caso francés, fue la necesidad la que llevó a la firma de un documento cuya finalidad era defender las atribuciones del pueblo frente a los excesos del monarca, limitando el poder de este.

La revolución francesa fue básicamente una sucesión de errores espontáneos que desembocaron en el caos generalizado, y acabó convertida en una gigantesca y espantosa carnicería por varios meses. El terror finalizó con la llegada de Napoleón, quien restituyó el poder imperial coronándose a si mismo emperador, en una escena que marcó el inicio de la comedia humana de la era moderna, signada no solo por la realidad geopolítica y los intereses imperiales sino todo eso camuflado con nobles ideales por parte de ilustrados intelectuales que anunciaron una nueva era de esplendor del pensamiento y la razón. La supuesta nueva era comenzó cuando los promotores de los "derechos del pueblo" acabaron entronizando en el poder a un general ambicioso, quien renovó el despotismo con una nueva clase social en reemplazo de la aristocracia. Fue tan solo el cambio del despotismo clásico a un despotismo ilustrado, a cargo de un dictador que se rodeó de intelectuales a sueldo encargados de presentar la escena como una nueva era. Años después Hegel asumiría ese papel en Alemania. Lo cierto es que la nueva era se limitó a la incursión de intelectuales en la política, quienes reemplazaron los intereses reales por objetivos ideales. La caída de los imperios tardó un siglo, hasta la muerte de Nicolás II en Rusia, a manos de los bolcheviques, con la incursión de los intelectuales del marxismo.

De vuelta a nuestro continente, la independencia de Latinoamérica tuvo dos frentes: uno idealista al norte, liderado por Miranda y Bolívar, y el otro realista o pragmático al sur, comandado por el general San Martín siguiendo las órdenes del gobierno de Buenos Aires. Para desgracia de los países de Sudamérica, fue el idealismo bolivariano el que se impuso finalmente, lo que determinó a la postre el carácter idílico de estas naciones. Don José de San Martín era un auténtico militar de formación que al ver sus fuerzas limitadas para consolidar la independencia del Perú, por la negativa de apoyo tanto por parte de Buenos Aires como de Bolívar, decidió regresar a su país dejando el escenario libre para que Simón Bolívar continuara su empresa independentista sudamericana, básicamente para su gloria personal, pues carecía de una real motivación; solo esgrimía una idílica escusa: libertad. Trazaba límites a su antojo, creaba repúblicas y redactaba constituciones como si estuviera realizando un sueño infantil. Algunos biógrafos afirman que su obsesión era imitar a Napoleón, de quien fue un ferviente admirador. La improvisación política, el gesto lírico, el discurso inflamado, el caudillismo, la utopía como meta y justificación total, características dominantes en Sudamérica, tuvieron su inicio en la tarea de Bolívar, una empresa carente de sentido.

Lo único que ganaron en los hechos las nuevas repúblicas sudamericanas inventadas a principios del siglo XIX, fue una larga era de caos y anarquía a cargo de una corrupta casta militar sin formación profesional, la que se disputaba el poder a balazos, cual simples bandoleros al asalto de la casa de gobierno. La nueva república peruana nació debiéndole a fuerzas extranjeras el favor de su existencia, y la deuda nunca dejó de crecer. El país era un teatro donde se representaba la farsa de la república a partir de un guión importado, pero interrumpido constantemente por improvisados que saltaban a la escena con su propio libreto. La Constitución y las instituciones republicanas no eran más que decorados artificiales y fachadas de cartón que nadie entendía. Cada gobernante acrecentaba la deuda pública en un saqueo sin fin de recursos. Pero esta parte de la historia queda siempre oculta. La independencia se sigue enseñando a los niños como la más grandiosa gesta del heroísmo nacional, como un acto de dignidad en defensa de la soberanía con la que nos ganamos una patria libre. De este modo se preparan las mentes para que más tarde acojan toda clase de ideas líricas como justificación de cualquier empresa política.

Desde entonces el delirio idealista se apoderó de buena parte de Latinoamérica preparando el terreno para lo que vendría después. Los fracasos acumulados desde la independencia se convirtieron en frustración a principios del siglo XX, y luego en combustible para las revoluciones que sacudieron la región a lo largo de todo el siglo, con un mismo denominador común: siempre se luchaba para expulsar a un enemigo externo señalado como culpable de la miseria. Los intelectuales hablaban de la "segunda independencia". Al igual que en la revolución francesa, el caos de las revoluciones latinoamericanas era explicada y alentada por una casta de intelectuales narrando historias sobre el "rescate del pueblo" de un malvado ogro que lo tenía secuestrado cual doncella de cuento de hadas. Una larga lista de intelectuales y artistas conocidos como "progresistas" se encargaron de narrar la historia trillada de la "liberación del pueblo", como el objetivo más idílico y fantasioso de la política. Los muertos se fueron apilando, especialmente a partir de la posguerra, cuando las revoluciones marxistas se desataron como una plaga continental. Para entonces el combustible de la revolución pasó a ser la ideología marxista, leninista y maoista.

El fin de la segunda guerra mundial dejó un nuevo orden planetario en el que las viejas potencias europeas pasaron a un segundo plano. Por primera vez habían dos súper potencias que no giraban en torno a los caprichos de un rey o de viejas familias de la aristocracia imperial disputándose pequeños territorios con alegatos históricos medievales. Ahora estaban frente a frente los EEUU y la URSS disputándose el mundo. Por primera vez había un enfrentamiento que tenía un extraño componente moral: por un lado se privilegiaba la libertad y por el otro la igualdad social. Había nacido un mundo en el que la ideología estaba presente como un componente de la política. Esto era una novedad.

Una ideología es una doctrina de carácter laico, que opera exactamente igual que una doctrina de fe cuya función es explicar la realidad y establecer códigos morales. Quienes acogen esta ideología redentora de la humanidad son considerados justos, santos y salvos, señalando a los contrarios como apóstatas, pecadores y traidores, indignos de la nueva sociedad creyente. La política asumió caracteres mágicos para justificar la dominación social. Las dictaduras comunistas se sustentaban en la bondad de sus fines. Cualquier cosa era aceptable para alcanzar la tierra prometida de la justicia social. En aras de ese delirio se desataron los genocidios más atroces de la posguerra, muy similares a los ocasionados por las cruzadas y otras guerras religiosas.

Otra novedad de la posguerra fue la aparición de organismos internacionales. La creación de la ONU y sus organismos satélites empezaron a funcionar como autoridades que dictaban pautas de acción a los países que firmaban los convenios o acuerdos. La primera norma de carácter mundial fue la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que fue aprobada con la lógica oposición de la URSS y sus satélites, además de Sudáfrica, donde se practicaba el apartheid. Paulatinamente fue apareciendo la jurisprudencia internacional con base en los acuerdos logrados por la amplia red de organismos internacionales especializados como la FAO, UNESCO, OMS, UNICEF, etc. Hoy suman más de un centenar los organismos de diverso nivel adscritos a la red de organizaciones internacionales dependientes de la ONU. Con la existencia de estos organismos llegó una nueva plaga que la humanidad jamás había visto antes: los abogados. Verdaderos magos de la palabra capaces de convertir en texto cualquier cosa que la imaginación pudiera generar. Todo esto trajo como consecuencia la incesante aparición de novedosos derechos, más declaraciones y variados convenios.

El primer golpe de gracia a los derechos humanos lo dieron los rusos. La URSS nunca admitió la validez de los derechos humanos porque atentaba contra su sistema totalitario y absolutista. Después de mucho meditar en la forma ideológica de confrontar el asunto de los derechos humanos, los rusos apelaron, una vez más, a la eficaz estrategia de pervertir el significado del término, tal como ya lo habían hecho antes con el concepto de democracia. Así dieron a luz la genial idea de inventar una serie de nuevos derechos humanos. Se trataba de justificar el régimen totalitario comunista bajo el novedoso enfoque de los "derechos sociales" que eran provistos por el Estado. Es decir, ya no eran derechos propios del pueblo que el gobierno debía respetar sino "derechos" que el Estado le concedía a sus gobernados. Se planteó que por encima de los derechos individuales estaban los de la sociedad en pleno, tales como la educación, la salud y la vivienda, los que debían ser satisfechos por el Estado, tal como ocurría en los países comunistas. Más tarde la inteligentzia comunista introduciría estos conceptos en la burocracia internacional y en la academia, llamándolas cándidamente "derechos de segunda generación". No se trataban de derechos sino de dádivas que el gobierno comunista concedía a sus esclavizados ciudadanos, y siempre en pésimas condiciones. 

Así empezó la Guerra Fría de los derechos entre Occidente y Oriente. Se puso frente a frente a la libertad contra la igualdad. Ejércitos de ideólogos escribían toneladas de artículos y libros para defender unos y otros. La izquierda mundial se alineó con los nuevos conceptos de "democracia participativa" y "derechos sociales" para oponerse a las elecciones libres y a la libertad. Poco a poco las constituciones latinoamericanas empezaron a reflejar el caos de los nuevos conceptos. Ese fue el caso de la Constitución peruana de 1979 inspirada por la revolución velasquista. No le faltaba un solo derecho. Saliendo de todos los cánones inició su primer capítulo con una lista interminable de derechos. Luego la declaración de derechos se convirtió en una pauta común de la política y un signo de creatividad a la hora de las campañas electorales. Cualquier cosa podía convertirse en un derecho que se le podía exigir al Estado, yendo incluso más allá de sus reales alcances y posibilidades. Así fue como la Constitución de 1979 estableció que el trabajo era un derecho; peor aun: declaro que la estabilidad en el empleo era un derecho, lo que llevó al país al subempleo, el desempleo y al 75% de informalidad laboral, junto con el caos de regímenes especiales en la legislación laboral.

La demagogia y la charlatanería de los políticos, junto al ejército de abogados y académicos que les sirven de comparsa, convirtiendo cualquier disparatada idea en propuesta ideológica coherente y de vanguardia, han generado el patético escenario de derechos que hoy tenemos como telaraña global. La última gran idea del progresismo mundial, insistiendo en la estrategia de manipular los conceptos y pervertir sus significados originales llamando a eso "evolución de los conceptos", ha dado en crear los derechos de "tercera generación" para encubrir su insistencia en frenar el desarrollo industrial de los países capitalistas bajo el pretexto de defender el planeta. Hoy resulta que el planeta también tiene derechos. Aunque lo del ambiente limpio solo vale para detener la industrialización, no para limpiar los ríos y bosques convertidos en vertederos de basura y aguas servidas. Es evidente que para cuidar el medio ambiente no se requieren tantas declaraciones, conferencias ni campañas. Todo eso es parte de la estrategia mundial del progresismo para adoctrinar a los pueblos en una patética cultura del subdesarrollo y rechazo a la industrialización.

No es extraño que la campaña mundial por los nuevos derechos de tercera generación haya surgido de la burocracia de la ONU y se sustente en el catastrofismo ambiental, generado a partir de modelos computacionales convenientemente alimentados con data seleccionada para tales fines. A mayor temor mayores son los presupuestos para sustentar los nuevos ejércitos de investigadores que se suman a la tarea de predecir catástrofes y montar estrategias de prevención. La propaganda intensiva es parte del complejo entramado que incluye películas y libros de terror ambiental. Pero esto es otro tema que tal vez abordemos en otra ocasión. 

Como corolario final debemos anotar que los seres humanos hemos transitado de una condición de sujetos de la realidad, encarando situaciones reales para convertir nuestras necesidades en conquistas políticas, a otro escenario en que eran las ideas y propuestas ideológicas atractivas las que determinaban nuestras decisiones políticas. En estos tiempos hemos ingresado a otro escenario en que ya no son solo las ideas sino los temores del futuro los que determinan nuestras acciones. Desde los tiempos en que era el mismo pueblo el que ganaba sus derechos en la lucha, hasta los días en que los ideólogos al servicio de un régimen definían los nuevos derechos a ser reclamados, hemos terminado en una situación en que son los burócratas armados de tecnología virtual los que dirigen nuestras necesidades. 

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