jueves, 5 de octubre de 2023

A 55 años de la debacle peruana

 


Escribe: Dante Bobadilla Ramírez

Un día como hoy, 3 de octubre, hace 55 años, se iniciaba una de las peores épocas de la historia del Perú. A primeras horas de la madrugada, el general Velasco había sacado los tanques para dar el último golpe militar del siglo XX. No era el primero pero sería el peor de todos. Y quizá por eso, fue el último. 

A diferencia de los anteriores golpes militares que se dieron por cuestiones políticas muy puntuales y que luego restablecieron el orden democrático, el golpe de Velasco tuvo dos características que resaltar: primero, fue un golpe que se dio bajo una mentira infame, usando el petroleo como pretexto; y segundo, fue un golpe que pretendía quedarse en el poder sin límite de caducidad. Es decir, Velasco pretendía gobernar el Perú por décadas. Tenía un plan ya escrito con meses de anticipación: El plan Inca. Un tercer rasgo fue que se presentaron como salvadores de la República y hablaban de "revolución", prometiendo crear una nueva sociedad. Ni más ni menos. Es decir, pretendían transformar a la sociedad. Soñaban con crear al "nuevo hombre peruano". No solo una nueva patria sino una nueva sociedad y una nueva cultura peruana. Ese era el objetivo de lo que llamaron "revolución". O para ser más precisos: "gobierno revolucionario de las fuerzas armadas". Aunque Velasco era el cabecilla del movimiento, se presentaban como un movimiento institucional. No era pues un gobierno que solo quería impedir que el Perú firme un "contratro entreguista" con la IPC por la cuestión del petroleo, como arguyeron falazmente. Eso fue solo el pretexto montado. Lo que querían claramente era hacer una "revolución" y cambiarlo todo. Querían el poder total por tiempo indefinido para transformar a la sociedad manu militari, hasta lograr una sociedad socialista, con una nueva mentalidad nacionalista. 

Por todo eso queda claro que Velasco y sus secuaces tenían un proyecto socialista de largo aliento, pero dieron el golpe usando como pretexto el asunto de la página once, una farsa montada con ayuda de la prensa, un mito urbano creado para engañar a las masas generando odios contra el gobierno al que se le acusaba de ser "enteguista" a potencias extranjeras. Nunca existió esa famosa "página once". Fue un completo engañabobos. Pero hasta hoy se sigue mencionando el tema.

La farsa del petroleo fue usado para montar un show "nacionalista" que sirvió para que las masas aplaudieran a Velasco, lo vieran como el salvador, aceptaran el golpe y recibieran a los golpistas como héroes de la patria. Para esto asaltaron los campos de la Brea y Pariñas con tanques de guerra, como si invadieran un país enemigo. Ese fue el inicio de un gobierno que utilizaría el show como instrumento político. Una copia de las estrategias de Goebbels, el ministro de propaganda de Hitler. Desde entonces, la manipulación de las masas fue parte de la estrategia de la dictadura, empleando a Tupac Amaru como símbolo, propalando eslógans efectistas como "campesino: el patrón ya no comerá más de tu pobreza", entonando el "himno de la revolución" todos los días en todas las emisoras de radio y TV confiscadas por el régimen y creando su propio sistema de manipulación social: el SINAMOS.

La dictadura de Velasco se sustentó en el odio de clase y en el revanchismo social. Los mensajes de Velasco estaban repletos de odio y proclamaban la "guerra a la oligarquía". Su frase favorita era "hay que romperle el espinazo a la oligarquía". Todas sus acciones estuvieron destinadas a destruir a la clase dirigente y productiva: los hacendados y empresarios. Luego iría por los políticos, artistas e intelectuales. La reforma de la educación empezó reeducando a los maestros en la nueva ideología del odio de clase. Ya no habría calificaciones que crearan discriminación ni reforzaran el elitismo. Eliminaron los desaprobados para evitar los traumas de los peores alumnos. Se implantó el igualitarismo en todos los sentidos. Todos los alumnos eran iguales. Lo mismo pasaba en las empresas: los trabajadores podían formar parte de los directorios y tomar decisiones sobre la marcha de la empresa, aun sin tener acciones en ella. Pero para eso se crearon las "acciones laborales".

El gobierno de Velasco significó además la ruina del agro. Las confiscaciones de tierras e ingenios productivos destruyeron la productividad agroindustrial. La reforma agraria fue simplemente la destrucción de un sistema productivo eficiente a cambio de nada, o de una aventura socialista ineficiente que estaba destrinada a fracasar irremediablemente. Sin recursos para alimentarse, los campesinos iniciaron la migración a la costa y crearon asentamientos en los arenales, y así nació Villa el Salvador, entre otras zonas de invasión que rodearon Lima como un cinturón de miseria. Luego el Perú tuvo que importar papas de Holanda y empezar a consumir azúcar rubia, con suerte. Se creó el Ministerio de Alimentación para importar todo lo que el país dejó de producir. Se estatizó todo lo que se pudo estatizar para "evitar el sabotaje de la dertecha". El Estado lo controlaba todo, desde la comercialización hasta los precios. Ante la crisis que se asomaba, la gente empezó a migrar y el destino favorito era Venezuela.

La política antiimperialista de Velasco nos enemistó con EEUU y buscó acercarse al eje del imperialismo soviético. Así fue como la URSS nos vendió una gran cantidad de armamento obsoleto cambiando radicalmente la matriz del armamento peruano, mayoritariamente norteamericana y francesa, haciéndonos depender de proveedores que quedaban al otro lado del planeta y cuyo idioma nadie hablaba en el país. La aventura bélica de Velasco estaba destinada a invadir Chile para recuperar los territorios perdidos en la Guerra del Pacífico, planeada para el centenario de dicha guerra. Pero afortunadamente Velasco no duró para esa fecha. Hubiera sido imposible sostener una guerra con la economía en crisis, armamento obsoleto y con proveedores tan alejados del escenario bélico. Para lo únic que sirvió todo ese armamento ruso fue para inicar una gran deuda externa. 

La merma de la recaudación fiscal empezó a generar problemas económicos al gobierno, pero Velasco tuvo suerte de contar con los petrodólares que se ofrecían a bajas tasas de interés, tras el alza del petroleo originado por la OPEP. Cada empréstito era celebrado por la prensa como un gran éxito del gobierno. Así nació la creciente deuda externa que pasó de $800 millones a $8,000 millones. Pero la mayor parte se despilfarró en grandiosas construcciones como al Pentagonito, el centro cívico, el complejo de Essalud y de Petroperú, y otros edificios administrativos para los ministerios del gobierno, obras en las que los militares robaron a manos llenas. Toda esa mega corrupción de los militares nunca fue investigada, ni juzgada, ni castigada. Nos dejaron una deuda impagable, un Estado faraónico y un país destartalado. Pese a todo, tuvimos mucha suerte de que Velasco enfermara y le dieran un golpe al séptimo año, porque el apocalipsis velasquista podría haber sido mucho peor.

domingo, 3 de septiembre de 2023

¿Sirve la democracia en America Latina?


Escribe: Dante Bobadilla Ramírez

La democracia se ha convertido en el tótem de nuestro tiempo. Es una especie de religión laica en la que todos comulgan. No hay personaje público que no incline la cabeza y haga una reverencia retórica hacia la democracia. Cada día, infaltablemente, leo ardorosas defensas de la democracia, loas a la democracia y esforzadas alabanzas a un sistema que en los hechos no parece responder a tanta devoción. Parece ser pues que en la democracia, al igual que en otras confesiones de fe, las oraciones, cultos, rituales y alabanzas tampoco dan resultados concretos en la realidad. Por lo menos no en el Perú, donde la democracia nos puso en el poder a Pedro Castillo, un hombrecillo que navegaba en la más absoluta ignorancia y cuya única habilidad resultó ser el pillaje. Una vez delatado por sus camaradas de latrocinios, Pedro Castillo optó por dar un golpe de Estado para "garantizar el Estado de Derecho y la democracia". Es decir, incluso dando un golpe de Estado, se invocaba restablecer la democracia. 

¿No es momento de preguntarse si estamos yendo en el sentido equivocado, con tanto fervor por una democracia que no da resultados positivos? Porque hasta donde recuerdo, y hasta donde se sabe, en el siglo XX el Perú fue una suceción permanente de golpes de Estado militares y democracias transitorias, pero los personajes más destacados acabaron siendo militares, como Sánchez Cerro, Odría y Velasco Alvarado, y un civil que también dio un golpe: Fujimori. En el recuento final, la democracia y la dictadura parecen haber sido simples modelos de gobierno sin que uno haya sido intrínsecamente mejor que el otro como modelo. Se puede alegar que en una dictadura hay abuso de poder, pero también lo hay en una democracia, como cuando Alan García sometió al pueblo a vivir tres años en toque de queda, o cuando intentó estatizar toda la banca, siguiendo el pésimo ejemplo de José López Portillo en México. De otro lado, la gente parece preferir el exceso de poder que la ausencia de poder, exhibida por muchos presidentes constitucionales, como Belaúnde.

Dicen que la dictadura es mala porque concentra todo el poder en una sola persona, mientras que la democracia la distribuye en una multitud de entidades y personajes con limitados poderes. Ese solo argumento no parece suficiente para preferir la democracia. También en democracia vemos a menudo personajes revestidos de un poder específico, que ejercen su cargo con despotismo y corrupción. Es casi una constante en jueces, fiscales y alcaldes, como también en cuerpos colegiados. Frente a este panorama, se me viene al recuerdo una genial frase de Borges: "me resulta más fácil creer en una persona que en una multitud". 

Distribuir el poder entre una multitud en lugar de concentrarlo en una sola persona plantea una serie de consideraciones. Especialmente cuando esa multitud no es muy ilustrada, como suele ser el caso de las sociedades latinoamericanas, y la peruana en particular. Tenemos una sociedad que recibe una pésima educación y los niveles de corrupción son alarmantes. En añadidura, carecemos de instituciones sólidas, y muy especialemente las llamadas "instituciones democráticas", como los partidos políticos, están en la ruina luego de varios e infructuosos intentos de reformar el panorama político. Según estudios, tres cuartas partes de la población están completamente desinteresados por la política. Sin embargo son obligados a votar bajo la absurda premisa de que a mayor participación mayor "legitimidad". Los resultados que apreciamos en cada proceso electoral confirman que las premisas que sustentan la tan afamada democracia son columnas de barro. No existe pues una cabal correspondencia entre los supuestos beneficios y los resultados finales. El descontento popular es casi inmediato y el caos pasa a ser el estado natural. Por tanto, la tan elogiada democracia que tratan de vendernos a diario los teóricos de la academia, no es la panacea maravillosa y curadora que nos aseguran. 

Y tal vez no estamos descubriendo nada, pues según cuentan, ya en 1821 el general José de San Martín pudo darse cuenta de que los peruanos serían incapaces de gobernarse por sí mismos, por lo que propuso una monarquía como forma de gobierno para el Perú. Los hechos posteriorers le darían la razón. Una vez creada la República, esta cayó en el caos de una interminable sucesión de conflictos por el poder, a cargo de militares ambiciosos, que no se detuvo hasta 1980, cuando terminó la última dictadura militar. Entonces se dio inicio a una nueva temporada democrática con la elección, nuevamente, de Fernando Belaunde, el presidente que injustamente había sido depuesto por los militares en 1968. Esto pareció un gesto de inteligencia colectiva y una señal de las bondades de la democracia, pero el encanto no duró mucho. En 1985 el pueblo eligió a un mozalbete de 35 años sin oficio ni beneficio, como dicen las abuelas, y cuya única virtud era poseer una frondosa, elegante y virulento discurso, típico de izquierdas. Ya saben: la lucha contra el imperialismo, la oligarquía, los oligopolios, el FMI, la corrupción, etc. En suma, el pueblo eligió a un charlatán sin ninguna experiencia para gobernar al país en el peor momento de su historia, cuando el Estado sucumbía ante un creciente déficit e inflación, y cuando el país estaba asediado por dos grupos terroristas de izquierda: uno castrista y otro maoista. El resultado fue el desastre más absoluto. La democracia fracasó y el país cayó en el despeñadero.

En 1990 el Perú estaba en el foso, en espera de que lo taparan con tierra y le pusieran una lápida. Ese era el sentir en el mundo. Ya nadie daba un centavo por el Perú. Teníamos todas las plagas: inflación desbocada, infraestructura destruida, Estado sobredimensionado, endeudado, sin fondos y sin ingresos fiscales, cero inversión, la pobreza creciente en medio del desabastecimiento de productos y, para colmo, la amenaza diaria del terrorismo de una izquierda anacrónica y genocida. Sendero Luminoso había cercado la capital y muchos aseguran que estaba próximo a tomar el poder. Las cárceles estaban tomadas por los grupos terroristas y convertidas en cuarteles, las universidades también estaban tomadas por el terrorismo y eran no solo centros de adoctrinamiento subversivo sino de reclutamiento. Jueces y fiscales no se atrevían a procesar a los terroristas por temor a su vida y a la de sus familias. Las FFAA combatían a la subversión sin una guía clara y desataban carnicerías en los Andes, empeorando la situación para los pobladores. ¿Aún era posible sostener la democria en esas condiciones? Muchos románticos y teóricos aseguran que sí. Yo no lo creo.

En esas pavorosas condiciones, el Perú celebró nuevamente el ritual más sagrado de la democracia: elecciones. Como enviado del cielo, Mario Vargas Llosa encabezó un movimiento de salvación nacional como candidato de un frente de partidos democráticos. Y cuando lo más lógico parecía ser elegir a quien era el hombre más lúcido y prestigioso del Perú, que traía ideas frescas de libertad, los electores prefirieron elegir a un outsider, un hombrecillo desconocido que salió de la nada manejando un tractor: Alberto Fujimori. ¿Otro triunfo de la democracia? Algunos dijeron que sí.

Alberto Fujimori era un hombre prágmático, sin ideología ni ataduras partidarias, ni compromisos políticos, ni siquiera con la democracia, y menos con la honestidad. No tuvo empacho en asesorarse por un ex militar de inteligencia, ex convicto por traición y abogado de narcotraficantes. Al mismo tiempo, se rodeó de técnicos que aplicaron medidas radicales para frenar la inflación, pero no había manera de corregir el origen del problema: un mega Estado controlista, repleto de burocracia y de empresas públicas deficientes y quebradas que daban pésimos servicios, y que estaban en manos de sindicatos mafiosos dedicados a sabotear la economía con paros. Se requería una reingeniería total del aparato del Estado limitando su accionar en la economía, reduciendo la burocracia, deshaciéndose de las empresas públicas y creando nuevas instituciones que fortalecieran el mercado y dieran garantías a los inversionistas. Fujimori estaba impaciente con la oposición del Congreso a sus medidas y un buen día tomó la decisión de cerrar el Congreso con el apoyo entusiasta del 85% de la población. 

Pero no fue solo un cierre del Congreso. De inmediato hubo la convocatoria a elecciones de un nuevo Congreso con facultades constituyentes, que se ocupara de redactar una nueva Constitución dándole al Estado una estructura y un enfoque más modernos. Paralelamente se dictó un paquete de medidas legislativas destinadas a luchar frontalmente contra el terrorismo, creando el fuero militar con jueces sin rostro. Se retomó el control de las cárceles y de las universidades públicas, se armó a los campesinos para que pudieran enfrentar a los terroristas, y muchas otras medidas que permitieron la derrota total de los grupos terroristas. En 1993, el Perú había derrotado al terrorismo y tuvo una nueva Constitución medianamente liberal, el Banco Central se convirtió en ente autónomo y se crearon nuevas instituciones que velaban por un mercado libre. Hubo un plan de reducción de la burocracia alentando la renuncia voluntaria a cambio de beneficios. Las empresas públicas empezaron a ser liquidadas o rematadas. Así fue como el Perú retomó la senda de la paz y del progreso. Con todo esto, la fama y el prestigio mundial de Fujimori crecieron. ¿Fue Fujimori una derrota de la democracia? 

Para la clase política tradicional Fujimori resultó ser un enemigo desde el primer momento. No solo desde su triunfo electoral, pasando por encima de los principales partidos, sino después de su golpe con la expulsión del Congreso de los más connotados políticos de izquierda y derecha. Además, Fujimori se convirtió en un líder apreciado por las masas, opacando y postergando a toda la clase política tradicional. Aunque no quiso formar un partido, sus agrupaciones electorales siguieron cosechando más de un tercio del electorado hasta el fin de su gobierno. Incluso después de su caída, su heredera política, su hija Keiko, pasó a la segunda vuelta electoral en las tres ocasiones en que se presentó como candidata, perdiendo al final solo por un puñado de votos. Además de eso, Fujimori ha permanecido convertido en un personaje fundamental de la política peruana en lo que va del presente siglo, generando odios y apoyos, pero siendo sin duda la figura más destacada del escenario político, para bien o para mal de algunos. Nadie podrá objetar que la historia del Perú contemporaneo tiene un antes y un después de Fujimori. En los años 80 solía decirse que la historia tenía un antes y un después de Velasco, pero incluso eso quedó sepultado por las reformas de Fujimori.

Ahora volvamos a la pregunta inicial: ¿sirve la democracia? ¿Le ha servido la democracia al Perú? Lo que la democracia nos dio en los primeros dos gobiernos que sucedieron a la dictadura militar fue el caos más absoluto, la miseria, la hiperinflación, etc. Es verdad que la dictadura militar nos dejó como legado un socialismo incipiente, un híper Estado desfinanciado y controlista, la plaga de empresas públicas quebradas y una peste de sindicatos dominados por los comunistas; pero, sobre todo, la noción del Estado como el principal agente de la economía. Por su parte, la izquierda aportó no uno sino dos grupos terroristas criminales y sanguinarios, como no se había visto jamás en el mundo. Con todo eso la democracia naciente en 1980 sucumbió doce años después a manos de Fujimori. En definitiva, era demasiado peso para una democracia débil y para una clase política empeñada en ser oposición. Frente a esto podemos afirmar que la democracia había fracasado en sus doce años de vigencia.

Por supuesto que nos referimos a la democracia peruana concebida como una guerra tribal, empeñada en hacer caer al que está arriba. Una democracia carente de sus principales pilares institucionales que son los partidos políticos, como resultado de más de un siglo de golpes militares que impidieron echar raíces a los partidos, pero también de una constante guerra contra los partidos y contra los "políticos tradicionales", término acuñado durante la dictadura de Velasco para desprestigiar a la clase política y justificar la dictadura. Como consecuencia, una democracia que se desenvuelve en medio de una ausencia de principios ideológicos, reemplazadas por campañas populistas llenas de promesas desbocadas y acusaciones de corrupción, una democracia en cuyas elecciones tienden a ganar los outsiders, porque se mantiene un desdén hacía los "políticos tradicionales". Una democracia sometida a constantes reformas que le otorgan al Estado cada vez más control sobre los partidos. Y por último, como venimos apreciando, una democracia cercada por la persecución fiscal de los partidos, a los que se ha convertido en organizaciones criminales por recibir aportes de campaña.

Esta es la democracia que en las elecciones del 2021 le proporcionó al Perú a un analfabeto funcional como presidente. Pedro Castillo fue elegido pese a sus evidentes limitaciones intelectuales, a su ignorancia absoulta sobre casi todos los temas, y pese a sus cercanías visibles con el neosenderismo magisterial, con la industria narcococalera del sur, la minería ilegal y una banda de facinerosos implicados en corrupción que manejaban el partido Perú Libre. Evidentemente que para el Perú fue un fiasco. Más aun, cuando un año y medio después, Pedro Castillo se vio obligado a dar un golpe de Estado para evitar el acoso fiscal, luego de que sus cómplices de fechorías lo delataran. Entonces volvemos a preguntar: ¿Pedro Castillo fue un fracaso o un triunfo de la democracia? 

También existe fundamentalistas de la democracia que abominan de Fujimori y lloran por la democracia interrumpida. Les tienen sin cuidado las circunstancias y los resultados. Solo les importa la sacrosanta democracia. Son quienes han convertido a la democracia en una religión. Aunque el edificio se venga abajo con un terremoto, no están dispuestos a interrumpir el sagrado ritual de la democracia ni el culto a sus instituciones, y prefieren arrodillarse a rezar en el altar de la Constitución esperando que el caos se resuelva solo. Pero al mismo tiempo son quienes elogian el golpe de Martín Vizacarra luego de haberle rogado de rodillas que cerrara el Congreso por cargar con el pecado original de ser "aprofujimorista". Son quienes pregonan los valores democráticos hasta que no les gustan los resultados y quienes condenan los golpes, salvo cuando el golpeado es su enemigo político. Son quienes llaman dictadura al régimen que les quitó los privilegios y los postergó en el escenario, como ocurrió con Manuel Merino y ocurre hoy con Dina Boluarte, ambos surgidos por sucesión constitucional. 

Como quiera, a la luz de los hechos históricos, no podemos afirmar que la democracia, sea la idea que se tenga de ella, es siempre la mejor solución a los problemas que puede enfrentar un país, y ni siquiera es el mejor camino para elegir a un gobernante. Más aun, como estamos viendo en los últimos años, tampoco es el mejor mecanismo para producir reformas. La democracia sigue siendo una quimera y -en los hechos- se reduce a una pantomima. No tenemos instituciones democráticas, no tenemos un pueblo culto y tampoco interesado en la política, y -para colmo- no tenemos políticos interesados en la democracia. El escenario de la política sigue siendo básicamente un campo de batalla tribal, en donde los acuerdos políticos son criticados como componendas o acusados de traición. 

viernes, 30 de junio de 2023

¿Qué es el liberalismo?

 


Por: Carlos alberto Montaner


El liberalismo es un modo de entender la naturaleza humana y una propuesta para conseguir que las personas alcancen el más alto nivel de prosperidad potencial que posean (de acuerdo con los valores, actitudes y conocimientos que tengan), junto al mayor grado de libertad posible, en el seno de una sociedad que ha reducido al mínimo los inevitables conflictos. Al mismo tiempo, el liberalismo descansa en dos actitudes vitales que conforman su talante: la tolerancia y la confianza en la fuerza de la razón.

¿En qué ideas se basa el liberalismo?

El liberalismo se basa en cuatro simples premisas básicas:

   Los liberales creen que el Estado ha sido concebido para el individuo y no a la inversa. Valoran el ejercicio de la libertad individual como algo intrínsecamente bueno y como condición insustituible para alcanzar los mayores niveles de progreso. Entre esas libertades, la libertad de poseer bienes (el derecho a la propiedad privada) les parece fundamental, puesto que sin ella el individuo está perpetuamente a merced del Estado.

   Por supuesto, los liberales también creen en la responsabilidad individual. No puede haber libertad sin responsabilidad. Los individuos son (o deben ser) responsables de sus actos, y deben tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones y los derechos de los demás.

   Precisamente para regular los derechos y deberes del individuo con relación a los demás, los liberales creen en el Estado de derecho. Es decir, creen en una sociedad regulada por leyes neutrales que no le den ventaja a persona, partido o grupo alguno y que eviten enérgicamente los privilegios.

   Los liberales también creen que la sociedad debe controlar estrechamente las actividades de los gobiernos y el funcionamiento de las instituciones del Estado.

¿El liberalismo es una ideología?

No. Los liberales tienen ciertas ideas verificadas por la experiencia sobre cómo y por qué algunos pueblos alcanzan el mayor grado de eficiencia y desarrollo, o la mejor armonía social, pero la esencia de este modo de entender la política y la economía radica en no señalar de antemano hacia dónde queremos que marche la sociedad, sino en liberar las fuerzas creativas de los grupos e individuos para que éstos decidan espontáneamente el curso de la historia. Los liberales no tienen un plan para diseñar el destino de la sociedad. Incluso, les parece muy peligroso que otros tengan esos planes y se arroguen el derecho de decidir el camino que todos debemos seguir.

¿Cuáles son las ideas económicas que sostienen los liberales?

La de mayor calado es la que defiende el libre mercado en lugar de la planificación estatal. Ya desde la década de los 20 el pensador liberal austriaco Ludwig von Mises demostró cómo en las sociedades complejas no era posible planificar centralmente el desarrollo, pues el cálculo económico no puede hacerse. Señaló con toda precisión (en contra de las corrientes socialistas y populistas de la época) cómo cualquier intento de fijar artificialmente la cantidad de bienes y servicios que debían producirse, así como los precios que deberían tener, conduciría al desabastecimiento y a la pobreza.

   Von Mises demostró que el mercado (la libre concurrencia en las actividades económicas de millones de personas que toman constantemente millones de decisiones orientadas a satisfacer sus necesidades de la mejor manera posible), generaba un orden natural espontáneo infinitamente más armonioso y creador de riqueza que el orden artificial de quienes pretendían planificar y dirigir la actividad económica. Obviamente, de ahí se deriva que los liberales, en líneas generales, no crean en controles de precios y salarios, ni en los subsidios que privilegian una actividad económica en detrimento de las demás.

¿No conduciría el libre juego del mercado a la pobreza de unos en beneficio de otros?

En lo absoluto. Cuando las personas, actuando dentro de las reglas del juego, buscan su propio bienestar, suelen beneficiar al conjunto. Otro gran pensador liberal Joseph Schumpeter, también de la escuela austríaca, demostró cómo no hay estimulo más enérgico para la economía que la actividad incesante de los empresarios y capitanes de industria que seguían el impulso de sus propias urgencias sicológicas y emocionales. Los beneficios colectivos que se derivan de la ambición personal eran muy superiores al hecho también indudable de que se producían diferencias en el grado de acumulación de riquezas entre los distintos miembros de una comunidad. Pero quizás quien mejor resumió esta situación fue uno de los líderes chinos de la era posmaoísta, cuando reconoció, melancólicamente, que «por evitar que unos cuantos chinos anduvieran en Rolls Royce, condenamos a ciento. de millones a desplazarse para siempre en bicicleta».

   Si el papel del Estado no es planificar la economía ni buscar una sociedad igualitaria, ¿cuál es su rol principal de acuerdo con los liberales?

   En esencia, el rol fundamental del Estado debe ser mantener el orden y garantizar que las leyes se cumplan. La igualdad que buscan los liberales no es la utopía de que todos obtengan los mismos resultados, sino la de que todos tengan las mismas posibilidades de luchar por obtener los mejores resultados, Y en ese sentido una buena educación y una buena salud deben ser los puntos de partida para poder acceder a una vida mejor.

¿Cómo debe ser el Estado que propugnan los liberales?

De la misma manera que los liberales tienen ciertas ideas sobre la economía, asimismo postulan una forma de entender el Estado. Por supuesto, los liberales son inequívocamente demócratas y creen en el gobierno de las mayorías dentro de un marco jurídico que respete los derechos inalienables de las minorías. Esa democracia, para que realmente lo sea, tiene que ser multipartidista y debe estar organizada de acuerdo con el principio de la división de poderes.

   Aunque no es una condición indispensable, los liberales prefieren el sistema parlamentario de gobierno, por cuanto suele reflejar mejor la variedad de la sociedad y es más flexible para generar cambios de gobierno cuando se modifican los criterios de la opinión pública.

   Por otra parte, el liberalismo contemporáneo cuenta con agudas reflexiones sobre cómo deben ser las constituciones. El premio Nobel de Economía Friedrich von Hayek es autor de muy esclarecedores trabajos sobre este tema. Más recientemente, el también Premio Nobel de Economía (1991) Ronald Coase ha añadido valiosos estudios que explican la relación entre la ley, la propiedad intelectual y el desarrollo económico.

   Bien, esa es la idea sucinta del Estado, pero ¿qué creen los liberales del gobierno, es decir, del grupo de personas seleccionadas para administrar el Estado?

   Los liberales creen que el gobierno debe ser reducido, porque la experiencia les ha enseñado que las burocracias estatales tienden a crecer parásitamente, o suelen abusar de los poderes que les confieren y malgastan los recursos de la sociedad.

   Pero el hecho de que un gobierno sea reducido no quiere decir que debe ser débil. Debe ser fuerte para hacer cumplir la ley, para mantener la paz y la concordia entre los ciudadanos, para proteger a la nación de amenazas exteriores.

¿Un gobierno de esas características no estaría abdicando la función que se le ha atribuido redistribuir la riqueza, terminar con las injusticias y ser el motor de la economía?

Los liberales piensan que, en la práctica, los gobiernos real y desgraciadamente no suelen representar los intereses de toda la sociedad, sino que acostumbran privilegiar a los electores que los llevan al poder o a determinados grupos de presión. Los liberales, en cierta forma, sospechan de las intenciones de la clase política y no se hacen demasiadas ilusiones con relación a la eficiencia de los gobiernos. Por eso el liberalismo debe erigirse siempre en un permanente cuestionador de las tareas de los servidores públicos, y de ahí que no pueda evitar ver con gran escepticismo esa función de redistribuidor de la renta, equiparador de injusticias o «motor de la economía» que algunos le asignan.

   Otro gran pensador liberal, el Premio Nobel de Economía James Buchanan, de la escuela de Public Choice (La Opción Pública), originada en su cátedra de la Universidad de Virginia, ha desarrollado una larga reflexión sobre este tema. En resumen, toda decisión del gobierno conlleva un costo perfectamente cuantificable, y los ciudadanos tienen el deber y el derecho de exigir que el gasto público responda a los intereses de la sociedad y no a los de los partidos políticos.

¿Quiere eso decir que los liberales no le asignan al gobierno la responsabilidad de procurar la implantación de la justicia social?

Eso lo que quiere decir es que los liberales prefieren que esa búsqueda descanse en los esfuerzos de la sociedad civil y se canalice por vías privadas y no por medio de gobiernos derrochadores e incompetentes, los cuales no sufren las consecuencias de la frecuente irresponsabilidad de los burócratas o de los políticos electos menos cuidadosos.

   En última instancia, no hay ninguna razón especial que justifique que los gobiernos necesariamente se dediquen a tareas como las de transportar personas por las carreteras, limpiar las calles o vacunar contra el tifus. Todo eso hay que hacerlo bien y al menor costo posible, pero seguramente ese tipo de trabajo se desarrolla con mucha más eficiencia dentro del sector privado. Cuando los liberales defienden la primacía de la propiedad no lo hacen por codicia, sino por la convicción de que es infinitamente mejor para los individuos y para el conjunto de la sociedad.

   En inglés la palabra liberal tiene un significado aparentemente distinto al liberalismo que aquí se describe. ¿En qué se diferencia el liberalismo americano de lo que en Europa o en América Latina se conoce como liberalismo?

   El idioma inglés ha tomado la palabra liberal del castellano y le ha dado un significado distinto. En líneas generales puede decirse que en materia económica el liberalismo europeo o el latinoamericano no son bastante diferentes del liberalismo norteamericano. Es decir, el liberal americano le suele quitar responsabilidad a los individuos y asignarlas al Estado. De ahí el concepto del Estado benefactor o «welfare» que redistribuye por vía de las presiones fiscales las riquezas que genera la sociedad. Para los liberales latinoamericanos y europeos, como se ha dicho antes, esa no es una función primordial del Estado, puesto que lo que suele conseguirse por esta vía no es un mayor grado de justicia social, sino unos niveles generalmente insoportables de corrupción, ineficiencia y derroche, lo que acaba por empobrecer al conjunto de la población.

   Sin embargo, los liberales europeos y latinoamericanos si coinciden en un grado bastante alto con los liberales norteamericanos en materia jurídica y en ciertos temas sociales. Para el liberal norteamericano, así como para los liberales de Europa y de América Latina, el respeto de las garantías individuales y la defensa del constitucionalismo son conquistas irrenunciables de la humanidad.

¿En qué se diferencia el liberalismo de la socialdemocracia?

La socialdemocracia pone su acento en la búsqueda de una sociedad igualitaria y suele identificar los intereses del Estado con los de los sectores proletarios o asalariados. El liberalismo, en cambio, no es clasista y pone por encima de sus objetivos y valores la búsqueda de la libertad individual.

¿En qué se diferencian los liberales y los conservadores?

Aunque en el análisis económico suele haber cierta coincidencia entre liberales y conservadores, ambas corrientes se separan en lo tocante a las libertades individuales. Para los conservadores lo más importante es el orden. Los liberales están dispuestos a convivir con aquello que no les gusta, siempre capaces de tolerar respetuosamente los comportamientos sociales que se alejan de los criterios de las mayorías. Para los liberales la tolerancia es la clave de la convivencia, y la persuasión el elemento básico para el establecimiento de las jerarquías. Esa visión no siempre prevalece entre los conservadores.

¿En qué se diferencian los liberales y los Democristianos?

Aún cuando la democracia cristiana moderna no es confesional, entre sus premisas básicas está la de una cierta concepción trascendente de los seres humanos. Los liberales, en cambio, son totalmente laicos y no entran a juzgar las creencias religiosas de las personas. Se puede ser liberal y creyente, liberal y agnóstico, o liberal y ateo. La religión, sencillamente, no pertenece al mundo de las disquisiciones liberales (por lo menos en nuestros días), aunque sí es esencial para el liberal respetar profundamente este aspecto de la naturaleza humana. Por otra parte, los liberales no suelen compartir con la democracia cristiana (o por lo menos con algunas de las tendencias de ese signo) cierto dirigismo económico al que normalmente se le llama socialcristianismo.