La democracia se ha convertido en el tótem de nuestro tiempo. Es una especie de religión laica en la que todos comulgan. No hay personaje público que no incline la cabeza y haga una reverencia retórica hacia la democracia. Cada día, infaltablemente, leo ardorosas defensas de la democracia, loas a la democracia y esforzadas alabanzas a un sistema que en los hechos no parece responder a tanta devoción. Parece ser pues que en la democracia, al igual que en otras confesiones de fe, las oraciones, cultos, rituales y alabanzas tampoco dan resultados concretos en la realidad. Por lo menos no en el Perú, donde la democracia nos puso en el poder a Pedro Castillo, un hombrecillo que navegaba en la más absoluta ignorancia y cuya única habilidad resultó ser el pillaje. Una vez delatado por sus camaradas de latrocinios, Pedro Castillo optó por dar un golpe de Estado para "garantizar el Estado de Derecho y la democracia". Es decir, incluso dando un golpe de Estado, se invocaba restablecer la democracia.
¿No es momento de preguntarse si estamos yendo en el sentido equivocado, con tanto fervor por una democracia que no da resultados positivos? Porque hasta donde recuerdo, y hasta donde se sabe, en el siglo XX el Perú fue una suceción permanente de golpes de Estado militares y democracias transitorias, pero los personajes más destacados acabaron siendo militares, como Sánchez Cerro, Odría y Velasco Alvarado, y un civil que también dio un golpe: Fujimori. En el recuento final, la democracia y la dictadura parecen haber sido simples modelos de gobierno sin que uno haya sido intrínsecamente mejor que el otro como modelo. Se puede alegar que en una dictadura hay abuso de poder, pero también lo hay en una democracia, como cuando Alan García sometió al pueblo a vivir tres años en toque de queda, o cuando intentó estatizar toda la banca, siguiendo el pésimo ejemplo de José López Portillo en México. De otro lado, la gente parece preferir el exceso de poder que la ausencia de poder, exhibida por muchos presidentes constitucionales, como Belaúnde.
Dicen que la dictadura es mala porque concentra todo el poder en una sola persona, mientras que la democracia la distribuye en una multitud de entidades y personajes con limitados poderes. Ese solo argumento no parece suficiente para preferir la democracia. También en democracia vemos a menudo personajes revestidos de un poder específico, que ejercen su cargo con despotismo y corrupción. Es casi una constante en jueces, fiscales y alcaldes, como también en cuerpos colegiados. Frente a este panorama, se me viene al recuerdo una genial frase de Borges: "me resulta más fácil creer en una persona que en una multitud".
Distribuir el poder entre una multitud en lugar de concentrarlo en una sola persona plantea una serie de consideraciones. Especialmente cuando esa multitud no es muy ilustrada, como suele ser el caso de las sociedades latinoamericanas, y la peruana en particular. Tenemos una sociedad que recibe una pésima educación y los niveles de corrupción son alarmantes. En añadidura, carecemos de instituciones sólidas, y muy especialemente las llamadas "instituciones democráticas", como los partidos políticos, están en la ruina luego de varios e infructuosos intentos de reformar el panorama político. Según estudios, tres cuartas partes de la población están completamente desinteresados por la política. Sin embargo son obligados a votar bajo la absurda premisa de que a mayor participación mayor "legitimidad". Los resultados que apreciamos en cada proceso electoral confirman que las premisas que sustentan la tan afamada democracia son columnas de barro. No existe pues una cabal correspondencia entre los supuestos beneficios y los resultados finales. El descontento popular es casi inmediato y el caos pasa a ser el estado natural. Por tanto, la tan elogiada democracia que tratan de vendernos a diario los teóricos de la academia, no es la panacea maravillosa y curadora que nos aseguran.
Y tal vez no estamos descubriendo nada, pues según cuentan, ya en 1821 el general José de San Martín pudo darse cuenta de que los peruanos serían incapaces de gobernarse por sí mismos, por lo que propuso una monarquía como forma de gobierno para el Perú. Los hechos posteriorers le darían la razón. Una vez creada la República, esta cayó en el caos de una interminable sucesión de conflictos por el poder, a cargo de militares ambiciosos, que no se detuvo hasta 1980, cuando terminó la última dictadura militar. Entonces se dio inicio a una nueva temporada democrática con la elección, nuevamente, de Fernando Belaunde, el presidente que injustamente había sido depuesto por los militares en 1968. Esto pareció un gesto de inteligencia colectiva y una señal de las bondades de la democracia, pero el encanto no duró mucho. En 1985 el pueblo eligió a un mozalbete de 35 años sin oficio ni beneficio, como dicen las abuelas, y cuya única virtud era poseer una frondosa, elegante y virulento discurso, típico de izquierdas. Ya saben: la lucha contra el imperialismo, la oligarquía, los oligopolios, el FMI, la corrupción, etc. En suma, el pueblo eligió a un charlatán sin ninguna experiencia para gobernar al país en el peor momento de su historia, cuando el Estado sucumbía ante un creciente déficit e inflación, y cuando el país estaba asediado por dos grupos terroristas de izquierda: uno castrista y otro maoista. El resultado fue el desastre más absoluto. La democracia fracasó y el país cayó en el despeñadero.
En 1990 el Perú estaba en el foso, en espera de que lo taparan con tierra y le pusieran una lápida. Ese era el sentir en el mundo. Ya nadie daba un centavo por el Perú. Teníamos todas las plagas: inflación desbocada, infraestructura destruida, Estado sobredimensionado, endeudado, sin fondos y sin ingresos fiscales, cero inversión, la pobreza creciente en medio del desabastecimiento de productos y, para colmo, la amenaza diaria del terrorismo de una izquierda anacrónica y genocida. Sendero Luminoso había cercado la capital y muchos aseguran que estaba próximo a tomar el poder. Las cárceles estaban tomadas por los grupos terroristas y convertidas en cuarteles, las universidades también estaban tomadas por el terrorismo y eran no solo centros de adoctrinamiento subversivo sino de reclutamiento. Jueces y fiscales no se atrevían a procesar a los terroristas por temor a su vida y a la de sus familias. Las FFAA combatían a la subversión sin una guía clara y desataban carnicerías en los Andes, empeorando la situación para los pobladores. ¿Aún era posible sostener la democria en esas condiciones? Muchos románticos y teóricos aseguran que sí. Yo no lo creo.
En esas pavorosas condiciones, el Perú celebró nuevamente el ritual más sagrado de la democracia: elecciones. Como enviado del cielo, Mario Vargas Llosa encabezó un movimiento de salvación nacional como candidato de un frente de partidos democráticos. Y cuando lo más lógico parecía ser elegir a quien era el hombre más lúcido y prestigioso del Perú, que traía ideas frescas de libertad, los electores prefirieron elegir a un outsider, un hombrecillo desconocido que salió de la nada manejando un tractor: Alberto Fujimori. ¿Otro triunfo de la democracia? Algunos dijeron que sí.
Alberto Fujimori era un hombre prágmático, sin ideología ni ataduras partidarias, ni compromisos políticos, ni siquiera con la democracia, y menos con la honestidad. No tuvo empacho en asesorarse por un ex militar de inteligencia, ex convicto por traición y abogado de narcotraficantes. Al mismo tiempo, se rodeó de técnicos que aplicaron medidas radicales para frenar la inflación, pero no había manera de corregir el origen del problema: un mega Estado controlista, repleto de burocracia y de empresas públicas deficientes y quebradas que daban pésimos servicios, y que estaban en manos de sindicatos mafiosos dedicados a sabotear la economía con paros. Se requería una reingeniería total del aparato del Estado limitando su accionar en la economía, reduciendo la burocracia, deshaciéndose de las empresas públicas y creando nuevas instituciones que fortalecieran el mercado y dieran garantías a los inversionistas. Fujimori estaba impaciente con la oposición del Congreso a sus medidas y un buen día tomó la decisión de cerrar el Congreso con el apoyo entusiasta del 85% de la población.
Pero no fue solo un cierre del Congreso. De inmediato hubo la convocatoria a elecciones de un nuevo Congreso con facultades constituyentes, que se ocupara de redactar una nueva Constitución dándole al Estado una estructura y un enfoque más modernos. Paralelamente se dictó un paquete de medidas legislativas destinadas a luchar frontalmente contra el terrorismo, creando el fuero militar con jueces sin rostro. Se retomó el control de las cárceles y de las universidades públicas, se armó a los campesinos para que pudieran enfrentar a los terroristas, y muchas otras medidas que permitieron la derrota total de los grupos terroristas. En 1993, el Perú había derrotado al terrorismo y tuvo una nueva Constitución medianamente liberal, el Banco Central se convirtió en ente autónomo y se crearon nuevas instituciones que velaban por un mercado libre. Hubo un plan de reducción de la burocracia alentando la renuncia voluntaria a cambio de beneficios. Las empresas públicas empezaron a ser liquidadas o rematadas. Así fue como el Perú retomó la senda de la paz y del progreso. Con todo esto, la fama y el prestigio mundial de Fujimori crecieron. ¿Fue Fujimori una derrota de la democracia?
Para la clase política tradicional Fujimori resultó ser un enemigo desde el primer momento. No solo desde su triunfo electoral, pasando por encima de los principales partidos, sino después de su golpe con la expulsión del Congreso de los más connotados políticos de izquierda y derecha. Además, Fujimori se convirtió en un líder apreciado por las masas, opacando y postergando a toda la clase política tradicional. Aunque no quiso formar un partido, sus agrupaciones electorales siguieron cosechando más de un tercio del electorado hasta el fin de su gobierno. Incluso después de su caída, su heredera política, su hija Keiko, pasó a la segunda vuelta electoral en las tres ocasiones en que se presentó como candidata, perdiendo al final solo por un puñado de votos. Además de eso, Fujimori ha permanecido convertido en un personaje fundamental de la política peruana en lo que va del presente siglo, generando odios y apoyos, pero siendo sin duda la figura más destacada del escenario político, para bien o para mal de algunos. Nadie podrá objetar que la historia del Perú contemporaneo tiene un antes y un después de Fujimori. En los años 80 solía decirse que la historia tenía un antes y un después de Velasco, pero incluso eso quedó sepultado por las reformas de Fujimori.
Ahora volvamos a la pregunta inicial: ¿sirve la democracia? ¿Le ha servido la democracia al Perú? Lo que la democracia nos dio en los primeros dos gobiernos que sucedieron a la dictadura militar fue el caos más absoluto, la miseria, la hiperinflación, etc. Es verdad que la dictadura militar nos dejó como legado un socialismo incipiente, un híper Estado desfinanciado y controlista, la plaga de empresas públicas quebradas y una peste de sindicatos dominados por los comunistas; pero, sobre todo, la noción del Estado como el principal agente de la economía. Por su parte, la izquierda aportó no uno sino dos grupos terroristas criminales y sanguinarios, como no se había visto jamás en el mundo. Con todo eso la democracia naciente en 1980 sucumbió doce años después a manos de Fujimori. En definitiva, era demasiado peso para una democracia débil y para una clase política empeñada en ser oposición. Frente a esto podemos afirmar que la democracia había fracasado en sus doce años de vigencia.
Por supuesto que nos referimos a la democracia peruana concebida como una guerra tribal, empeñada en hacer caer al que está arriba. Una democracia carente de sus principales pilares institucionales que son los partidos políticos, como resultado de más de un siglo de golpes militares que impidieron echar raíces a los partidos, pero también de una constante guerra contra los partidos y contra los "políticos tradicionales", término acuñado durante la dictadura de Velasco para desprestigiar a la clase política y justificar la dictadura. Como consecuencia, una democracia que se desenvuelve en medio de una ausencia de principios ideológicos, reemplazadas por campañas populistas llenas de promesas desbocadas y acusaciones de corrupción, una democracia en cuyas elecciones tienden a ganar los outsiders, porque se mantiene un desdén hacía los "políticos tradicionales". Una democracia sometida a constantes reformas que le otorgan al Estado cada vez más control sobre los partidos. Y por último, como venimos apreciando, una democracia cercada por la persecución fiscal de los partidos, a los que se ha convertido en organizaciones criminales por recibir aportes de campaña.
Esta es la democracia que en las elecciones del 2021 le proporcionó al Perú a un analfabeto funcional como presidente. Pedro Castillo fue elegido pese a sus evidentes limitaciones intelectuales, a su ignorancia absoulta sobre casi todos los temas, y pese a sus cercanías visibles con el neosenderismo magisterial, con la industria narcococalera del sur, la minería ilegal y una banda de facinerosos implicados en corrupción que manejaban el partido Perú Libre. Evidentemente que para el Perú fue un fiasco. Más aun, cuando un año y medio después, Pedro Castillo se vio obligado a dar un golpe de Estado para evitar el acoso fiscal, luego de que sus cómplices de fechorías lo delataran. Entonces volvemos a preguntar: ¿Pedro Castillo fue un fracaso o un triunfo de la democracia?
También existe fundamentalistas de la democracia que abominan de Fujimori y lloran por la democracia interrumpida. Les tienen sin cuidado las circunstancias y los resultados. Solo les importa la sacrosanta democracia. Son quienes han convertido a la democracia en una religión. Aunque el edificio se venga abajo con un terremoto, no están dispuestos a interrumpir el sagrado ritual de la democracia ni el culto a sus instituciones, y prefieren arrodillarse a rezar en el altar de la Constitución esperando que el caos se resuelva solo. Pero al mismo tiempo son quienes elogian el golpe de Martín Vizacarra luego de haberle rogado de rodillas que cerrara el Congreso por cargar con el pecado original de ser "aprofujimorista". Son quienes pregonan los valores democráticos hasta que no les gustan los resultados y quienes condenan los golpes, salvo cuando el golpeado es su enemigo político. Son quienes llaman dictadura al régimen que les quitó los privilegios y los postergó en el escenario, como ocurrió con Manuel Merino y ocurre hoy con Dina Boluarte, ambos surgidos por sucesión constitucional.
Como quiera, a la luz de los hechos históricos, no podemos afirmar que la democracia, sea la idea que se tenga de ella, es siempre la mejor solución a los problemas que puede enfrentar un país, y ni siquiera es el mejor camino para elegir a un gobernante. Más aun, como estamos viendo en los últimos años, tampoco es el mejor mecanismo para producir reformas. La democracia sigue siendo una quimera y -en los hechos- se reduce a una pantomima. No tenemos instituciones democráticas, no tenemos un pueblo culto y tampoco interesado en la política, y -para colmo- no tenemos políticos interesados en la democracia. El escenario de la política sigue siendo básicamente un campo de batalla tribal, en donde los acuerdos políticos son criticados como componendas o acusados de traición.
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