jueves, 26 de septiembre de 2013

El típico líder socialista latinoamericano


Hace varios años Enrique Krauze publicó este excelente artículo referido al populismo de Iberoamérica. Hemos querido reproducirlo acá porque resulta que en todo este tiempo, desde su publicación original, el populismo en Iberoamérica ha adoptado la forma del "socialismo del siglo XXI", que fue intensamente predicado y promovido por el extinto presidente venezolano Hugo Chávez, hasta crear toda una red de esta doctrina que incluye países como Nicaragua, Ecuador, Bolivia y Argentina, además de la propia Venezuela y Cuba y otros asociados en el club del ALBA. Las características descritas por Enrique Krauze son plenamente visibles en los principales líderes del socialismo del siglo XXI. A continuación la descripción precisa que hace Enrique Krauze a la que solo le hemos cambiado la palabra "populismo" por "socialismo" para darle mayor actualidad. En tal sentido el título más tentativo sería: 


Características del Socialismo del siglo XXI en Latinoamérica


Por Enrique Krauze

1) El socialismo exalta al líder carismático.

No hay socialismo sin la figura del hombre providencial que resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del pueblo. "La entrega al carisma del profeta, del caudillo en la guerra o del gran demagogo", recuerda Max Weber, "no ocurre porque lo mande la costumbre o la norma legal, sino porque los hombres creen en él. Y él mismo, si no es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, 'vive para su obra'. Pero es a su persona y a sus cualidades a las que se entrega el discipulado, el séquito, el partido".

2) El socialista no sólo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella.

La palabra es el vehículo específico de su carisma. El socialista se siente el intérprete supremo de la verdad general y también la agencia de noticias del pueblo. Habla con el público de manera constante, atiza sus pasiones, "alumbra el camino", y hace todo ello sin limitaciones ni intermediarios. Weber apunta que el caudillaje político surge primero en los Estado-ciudad del Mediterráneo en la figura del "demagogo". Aristóteles (Política, V) sostiene que la demagogia es la causa principal de "las revoluciones en las democracias" y advierte una convergencia entre el poder militar y el poder de la retórica que parece una prefiguración de Perón y Chávez: "En los tiempos antiguos, cuando el demagogo era también general, la democracia se transformaba en tiranía; la mayoría de los antiguos tiranos fueron demagogos". Más tarde se desarrolló la habilidad retórica y llegó la hora de los demagogos puros: "Ahora quienes dirigen al pueblo son los que saben hablar". Hace veinticinco siglos esa distorsión de la verdad pública (tan lejana a la democracia como la sofística de la filosofía) se desplegaba en el Ágora real; en el siglo XX lo hace en el Ágora virtual de las ondas sonoras y visuales: de Mussolini (y de Goebbels) Perón aprendió la importancia política de la radio, que Evita y él utilizarían para hipnotizar a las masas. Chávez, por su parte, ha superado a su mentor Castro en utilizar hasta el paroxismo la oratoria televisiva.

3) El socialismo fabrica la verdad.

Los socialistas llevan hasta sus últimas consecuencias el proverbio latino "Vox populi, Vox dei". Pero como Dios no se manifiesta todos los días y el pueblo no tiene una sola voz, el gobierno "popular" interpreta la voz del pueblo, eleva esa versión al rango de verdad oficial, y sueña con decretar la verdad única. Como es natural, los socialistas abominan de la libertad de expresión. Confunden la crítica con la enemistad militante, por eso buscan desprestigiarla, controlarla, acallarla. En la Argentina peronista, los diarios oficiales y nacionalistas -incluido un órgano nazi- contaban con generosas franquicias, pero la prensa libre estuvo a un paso de desaparecer. La situación venezolana, con la "ley mordaza" pendiendo como una espada sobre la libertad de expresión, apunta en el mismo sentido: terminará aplastándola.

4) El socialista utiliza de modo discrecional los fondos públicos.

No tiene paciencia con las sutilezas de la economía y las finanzas. El erario es su patrimonio privado que puede utilizar para enriquecerse y/o para embarcarse en proyectos que considere importantes o gloriosos, sin tomar en cuenta los costos. El socialista tiene un concepto mágico de la economía: para él, todo gasto es inversión. La ignorancia o incomprensión de los gobiernos socialistas en materia económica se ha traducido en desastres descomunales de los que los países tardan decenios en recobrarse.

5) El socialista reparte directamente la riqueza.

Lo cual no es criticable en sí mismo (sobre todo en países pobres hay argumentos sumamente serios para repartir en efectivo una parte del ingreso, al margen de las costosas burocracias estatales y previniendo efectos inflacionarios), pero el socialista no reparte gratis: focaliza su ayuda, la cobra en obediencia.

"¡Ustedes tienen el deber de pedir!", exclamaba Evita a sus beneficiarios.

Se creó así una idea ficticia de la realidad económica y se entronizó una mentalidad becaria. Y al final, ¿quién pagaba la cuenta? No la propia Evita (que cobró sus servicios con creces y resguardó en Suiza sus cuentas multimillonarias), sino las reservas acumuladas en décadas, los propios obreros con sus donaciones "voluntarias" y, sobre todo, la posteridad endeudada, devorada por la inflación. En cuanto a Venezuela (cuyo caudillo parte y reparte los beneficios del petróleo), hasta las estadísticas oficiales admiten que la pobreza se ha incrementado, pero la improductividad del asistencialismo (tal como Chávez lo practica) sólo se sentirá en el futuro, cuando los precios se desplomen o el régimen lleve hasta sus últimas consecuencias su designio dictatorial.

6) El socialista alienta el odio de clases.

"Las revoluciones en las democracias", explica Aristóteles, citando "multitud de casos", "son causadas sobre todo por la intemperancia de los demagogos". El contenido de esa "intemperancia" fue el odio contra los ricos: "Unas veces por su política de delaciones... y otras atacándolos como clase (los demagogos) concitan contra ellos al pueblo". Los socialistas latinoamericanos corresponden a la definición clásica, con un matiz: hostigan a "los ricos" (a quienes acusan a menudo de ser "antinacionales"), pero atraen a los "empresarios patrióticos" que apoyan al régimen. El socialista no busca por fuerza abolir el mercado: supedita a sus agentes y los manipula a su favor.

7) El socialista moviliza permanentemente a los grupos sociales.

El socialismo apela, organiza, enardece a las masas. La plaza pública es un teatro donde aparece "Su Majestad El Pueblo" para demostrar su fuerza y escuchar las invectivas contra "los malos" de dentro y fuera. "El pueblo", claro, no es la suma de voluntades individuales expresadas en un voto y representadas por un Parlamento; ni siquiera la encarnación de la "voluntad general" de Rousseau, sino una masa selectiva y vociferante que caracterizó otro clásico (Marx, no Carlos, sino Groucho): "El poder para los que gritan el poder para el pueblo".

8) El socialismo fustiga por sistema al "enemigo exterior".

Inmune a la crítica y alérgico a la autocrítica, necesitado de señalar chivos expiatorios para los fracasos, el régimen socialista (más nacionalista que patriota) requiere desviar la atención interna hacia el adversario de fuera. La Argentina peronista reavivó las viejas (y explicables) pasiones antiestadounidenses que hervían en Iberoamérica desde la guerra del 98, pero Castro convirtió esa pasión en la esencia de su régimen, un triste régimen definido por lo que odia, no por lo que ama, aspira o logra. Por su parte, Chávez ha llevado la retórica antiestadounidense a expresiones de bajeza que aun Castro consideraría (tal vez) de mal gusto. Al mismo tiempo hace representar en las calles de Caracas simulacros de defensa contra una invasión que sólo existe en su imaginación, pero que un sector importante de la población venezolana (adversa, en general, al modelo cubano) termina por creer.

9) El socialismo desprecia el orden legal.

Hay en la cultura política iberoamericana un apego atávico a la "ley natural" y una desconfianza a las leyes hechas por el hombre. Por eso, una vez en el poder (como Chávez) el caudillo tiende a apoderarse del Congreso e inducir la "justicia directa" ("popular, bolivariana"), remedo de Fuenteovejuna que, para los efectos prácticos, es la justicia que el propio líder decreta. Hoy por hoy, el Congreso y la Judicatura son un apéndice de Chávez, igual que en Argentina lo eran de Perón y Evita, quienes suprimieron la inmunidad parlamentaria y depuraron, a su conveniencia, al Poder Judicial.

10) El socialismo mina, domina y, en último término, domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal.

El socialismo abomina de los límites a su poder, los considera aristocráticos, oligárquicos, contrarios a la "voluntad popular". En el límite de su carrera, Evita buscó la candidatura a la vicepresidencia de la República. Perón se negó a apoyarla. De haber sobrevivido, ¿es impensable imaginarla tramando el derrocamiento de su marido? No por casualidad, en sus aciagos tiempos de actriz radiofónica, había representado a Catalina la Grande. En cuanto a Chávez, ha declarado que su horizonte mínimo es el año 2020.

¿Por qué renace una y otra vez en Iberoamérica la mala yerba del socialismo? Las razones son diversas y complejas, pero apunto dos. En primer lugar, porque sus raíces se hunden en una noción muy antigua de "soberanía popular" que los neoescolásticos del siglo XVI y XVII propagaron en los dominios españoles y que tuvo una influencia decisiva en las guerras de Independencia desde Buenos Aires hasta México. El socialismo tiene, por añadidura, una naturaleza perversamente "moderada" o "provisional": no termina por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público.

Para calibrar los peligros que se ciernen sobre la región, los líderes iberoamericanos y sus contrapartes españolas, reunidos todos en Salamanca, harían muy bien en releer a Aristóteles, nuestro contemporáneo. Desde los griegos hasta el siglo XXI, pasando por el aterrador siglo XX, la lección es clara: el inevitable efecto de la demagogia es "subvertir a la democracia".


Enrique Krauze es escritor mexicano, director de la revista Letras Libres y autor, entre otros libros, de Travesía liberal.

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